La Pastoral Afro Cali se solidariza con los paros cívicos en el Pacífico

La marcha principal en Buenaventura antes de la represión del Esmad
Jesús, cuando habla de los elegidos, les dice «porque estuve hambriento y me disteis de comer, estuve sediento y me disteis de beber» (Mateo 25, 35). Es curioso en este tiempo ver cómo hace la diferencia entre hambrientos y sedientos. ¿No son lo mismo? Podría un preguntarse. Pero, para los pueblos del desierto, como lo eran en mucho los antiguos judíos, el agua no era una parte natural de los alimentos, era un líquido precioso, difícil de conseguir, esencial en la hospitalidad: no darle a agua a alguien en el desierto era condenarlo a la muerte. Así, cuando unos gobernantes le niegan el agua potable a su propio pueblo, en vastas extensiones como en la costa pacífica, lo que hacen es dejar claro que su vida no les importa mucho, en especial la de sus niños y sus enfermos, los que más necesitan del agua limpia. Pero el Señor también añade «estuve enfermo o en la cárcel, y vinisteis a verme» (Mt 25, 36). ¿Qué se puede decir, entonces, de unos gobiernos que, encima de negar el agua, niegan también la salud y la vida digna de los presos a lo largo y ancho del país, pero en especial, en el Pacífico? Se obliga a gente que vive bien adentro de los ríos a llegar a Buenaventura o Quibdó, sólo para que le digan que no hay quién le atienda, que debe irse a Cali o a Medellín. Si se llamaba «paseo de la muerte» cuando mandaban a alguien de hospital en hospital, dentro de la misma ciudad, ¿cómo se llama cuando es entre ciudades?
La ciudad de Cali ha recibido durante décadas ciudadanos provenientes del Pacífico colombiano, migrantes internos que aprovecharon la familiaridad con los afrodescendientes de todo el valle geográfico del Cauca, descendientes de los esclavizados explotados en las haciendas. Las culturas de una región y de la otra tienen mucho en común, en especial la discriminación. Ambas han tratado a sus ciudadanas y ciudadanos como si fueran extranjeros en su propia tierra, por el mero color de su piel. Las grandes ciudades de Colombia, influenciadas más por ideas coloniales, racistas y centralistas de afuera, viejas y nuevas, toman también la actitud de despreciar al foráneo, en franca contradicción con lo que dice el Señor a sus escogidos: «era forastero y me acogisteis» (Mt 25, 35). ¡Peor aun si se trata de gente indefensa, que huye de la guerra planeada en las mismas grandes ciudades!
Hoy dos de las principales ciudades del Pacífico protestan por un abandono que hace mucho, pero mucho tiempo que es mucho más que un abuso. La frase «los indicadores sociales de la costa pacífica están más cerca de los de Haití que de los del resto del país» no es para nada nueva. Pero llega al paroxismo cuando se le compara con el Índice de Desarrollo Humano de Bogotá, calificado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo como «muy alto», más similar al de España y Portugal, que al de la Colombia que todos conocemos. Mientras se aprueban millonarias inversiones para el metro de la capital, a los barrios de las ciudades grandes y pequeñas de mayoría afrodescendiente, se les corta el servicio de acueducto por días enteros ¡cuando ya era escandaloso que sólo funcionara unas cuantas horas al día! ¿Qué podemos decir de Sipí, al sur del Chocó, donde los indicadores de servicios públicos figuran todos en cero (0)?
Pero muchos colombianos viven en la pobreza y esperan pacientemente. Lo que lleva a levantar la voz es saber que todo el país recibió millonarias inversiones para mejorar su seguridad, en lo que llamamos el Plan Colombia, y, en las décadas en se implementó, las condiciones de vida de los habitantes del Pacífico empeoraron drásticamente. Las bandas armadas de todo color político y un sinfín de intereses criminales se adueñan de grupos de barrios, de municipios enteros, y se convierten en ley. Las mismas autoridades que responden con gases lacrimógenos, brillan por su ausencia cuando deben proteger la «vida, honra y bienes» de los ciudadanos de la región. Las fuerzas militares, que se indignan cuando las comunidades les piden retirarse de los cascos urbanos y alegan que es su deber estar «en todo el territorio nacional», guardan sospechoso silencio cuando los criminales se toman cuadras enteras a pocos metros de estaciones y cuarteles.
A todos nos alegran los acuerdos de paz, pero ¿cómo celebrar en la costa nariñense o en el norte del Chocó, donde la guerra en vez de detenerse se ha intensificado? Las comunidades de Domingodó y Truandó fueron desplazadas más de 5 veces, la última de ellas a abril de 2017, a pesar de que en los acuerdos se habla muy bien de «garantías de no repetición». Tumaco, con una población de sólo 204 mil, padece índices de homicidio que superan a los de las grandes ciudades, asediada por criminales que introducen armas y narcóticos con asombrosa facilidad. La lentitud en la implementación de los acuerdos representa más muertos y más víctimas en medio de nuestra gente.
Sin embargo, la inmensa mayoría de los pueblos del Pacífico prefiere escuchar la riqueza de la diáspora africana, como el sueño de Martin Luther King, o la sabiduría africana de Nelson Mandela y Desmond Tutu. La Iglesia les recuerda que el Señor «ha visto la opresión de su pueblo y ha oído sus gritos de dolor» y «conoce muy bien sus sufrimientos» (Éxodo 3, 7). Le llama a organizarse, incluso desde antes de mons. Gerardo Valencia Cano y Yolanda Cerón. La Arquidiócesis de Cali, como las diócesis del Pacífico, está comprometida con una paz estable y duradera, que incluya a todos los sectores de la sociedad.
La Pastoral Afrocaleña, fiel a sus anhelos de despertar la conciencia de su pueblo, llevarle a un conocimiento profundo de la revelación, construir comunidades eclesiales con rostro propio negro y promover la liberación integral en el amor, respalda con firmeza los paros cívicos de Chocó y Buenaventura. Les anima a continuar juntos la lucha por un orden económico más justo, sin discriminaciones de ninguna índole, y donde la riqueza ancestral de cada pueblo pueda celebrarse en un orden donde la marginación sea ya objeto del olvido, donde podamos celebrar la promesa cumplida de Sofonías: «Regocíjate, hija de Sión; grita de júbilo, Israel; alégrate y gózate de todo corazón, Jerusalén. El Señor ha cancelado tu condena, ha expulsado a tus enemigos» (3,14-18).

Cali, mayo 23 de 2017.

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