Jóvenes afro en manifestación por la vida en el Distrito de Aguablanca

La deuda con la juventud

En diciembre de 1990 fue la primera vez que me adentré en la geografía del Distrito de Aguablanca, en la ciudad de Cali, en medio de una marea humana que buscaba, a último momento, marcar su voto por los representantes a la Asamblea Nacional Constituyente del país. Descubrí de golpe, en las calles del barrio Alirio Mora Beltrán, siendo testigo electoral, el olor mezclado de casas en construcción humedecidas por la lluvia, de alcantarillas saturadas, de calles enlodadas hasta los tobillos y de pepas de mamoncillo machacadas contra el barro. Acaba de cumplir 22 años, estaba a mitad de carrera en Univalle y la noción de juventud no sólo era una promesa propia, estaba también en esos rostros negros de chicos y chicas que vi celebrando, en calles enroscadas como laberintos, lo que en esa época fue un logro indirecto de las luchas universitarias, es decir, de luchas juveniles.

Siete años después participé, ya graduado, en la etapa final de un proceso de fortalecimiento de capacidades con jóvenes de distintos barrios del oriente de Cali. Eran lideresas y líderes de grupos de danza folclórica del Pacífico, bailarines de salsa y de hip hop, grupos de teatro y de labor social, que no pasaban de los 17 años de edad, la mayoría de familias que había huido de la violencia en la costa pacífica. Tenían una cierta terquedad natural, resultado de su adolescencia, con una dosis de esa claridad que otorga tanto el auto reconocimiento de sus habilidades, como el empoderamiento de sus derechos. Creo que fue más valioso lo que aprendí de su talento, su creatividad, su conciencia como afrodescendientes y sus ganas de transformar el mundo, que lo que pude compartir de mis conocimientos en comunicación. Ese proceso sirvió para tejer amistades duraderas y para dimensionar la potencialidad de la juventud negra, que pude constatar no sólo en el Distrito de Aguablanca, también en procesos juveniles de la zona de ladera de Cali y en otros sectores de la ciudad y el país. Cuando existen oportunidades de canalizar sus expectativas y sus proyectos de vida, las y los jóvenes reducen su sensación de incertidumbre.

En esa época, al final de los años noventa, en medio de una sociedad fuertemente estratificada, no se invertía en la juventud lo suficiente, y en la juventud afro en sectores marginales menos que eso; sin embargo, había una visión de la realidad que incluía la participación de hombres y mujeres jóvenes, en especial de barrios de invasión, en escenarios donde se les reconocía como sujetos de derechos. Y así continuó, por lo menos, por un lustro más, pero no bastó. A mi modo de ver, con la retrospectiva que otorgan los años y las canas, otros dirían la experiencia, invertir en la población joven afrocolombiana se hizo peligroso para quienes planeaban la política pública del estado. Una persona joven con conocimientos y con brújula, es seguramente una persona que cuestionará las desigualdades y la inequidad, y buscará siempre transformar el sistema. Difícilmente, una persona joven, con esas características, será manipulada o seducida, para ser triturada en los engranajes de un poder político-económico rancio y “oligarca”, que quiere perpetuarse sin cambios. Que sucedió entonces: los recursos que habían permitido el auge, el sostenimiento de iniciativas juveniles y la creación de espacios para compartir sus experiencias, cambiaron de rumbo, de un momento a otro, con pretextos y excusas, hacia la primera infancia.

Esa decisión fue como decir que la juventud, fuerza del presente y conjunto de la sociedad que movilizaba y retaba al sistema, no requería ya de acompañamiento frente a los desafíos que presentaba el país (exclusión, miseria, desplazamiento y recrudecimiento de la violencia), porque se hacía más importante el futuro que representaba la primera infancia. Esta infancia, por supuesto, necesitaba y necesita aun atención integral, educación y reconocimiento de sus derechos, pero que también corresponde a una etapa de preparación para la incorporación en el sistema. En otras palabras, es una población muy susceptible, sobre todo en los sectores marginales (donde aumentan las carencias), para que a través de algunos modelos pedagógicos de educación inicial, se inserte en un orden económico perverso. Es el mismo que, desde hace años, protege un sector de la sociedad con un estilo de vida que busca ser hegemónico, que valida el despojo, discrimina las minorías étnicas y acentúa su desarraigo cultural. Así, al priorizar la primera infancia y eliminar tácitamente la inversión en la juventud, el país dio un salto ciego hacia el vacío y la polarización.

El grupo de jóvenes que acompañé en diferentes procesos, son ahora hombres y mujeres negras, la mayoría universitarias, quienes, sin haber perdido la terquedad y claridad que los caracterizaba tiempo atrás, participaron en las marchas y eventos de 2019 para exigir los cambios que requiere el país. Lo hicieron también como una forma de mantener viva la memoria colectiva de su cultura y la esperanza en un país que cae con facilidad en el olvido y el pesimismo.

De nuevo, es necesario retomar el símbolo de la juventud afrocolombiana, no como etapa circunstancial de la vida, más bien como proceso de cambio que desencadene las inquietudes y las soluciones que se deben materializar, para construir una democracia más amplia e incluyente en Colombia. La microcracia que diría un muy buen amigo mío; o la democracia inclusiva como diría yo, que permita el ejercicio en todos los niveles de una ciudadanía activa. De esta manera, cabría la participación directa de la primera infancia, de la población joven, de los grupos minoritarios, de los grupos étnicos, de la población adulta mayor, en fin, de todos los segmentos de la población, para asumir el goce efectivo y real de sus derechos.

Yasunari López, desde Buenaventura

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